El arquero

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.

Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.

Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.

Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: nadie lo abraza, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.

Los demás jugadores pueden equivocarse una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. El mundo se pone a juzgarlo.

¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fue un error o fue un horror?

Él se arrodilla en el polvo, busca en el pasto la pelota perdida o mira al cielo, implorando disculpas. Cada gol lo condena al patíbulo. Y sus hermanos lo miran desde lejos.

Y cuando la desgracia entra, hasta el fin de sus días lo perseguirá la multitud.

Fuente:

Galeano, Eduardo. El fútbol a sol y sombra. Siglo XXI Editores, 1995.

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